El abuelo andarín y aventurero de la familia Martínez, nuestro abuelo, comenzó una nueva vida en la que hay una fecha significativa: el 11/11/1911. Ese día, Don José Martínez Sánchez Albornoz, a sus 18 años de edad recién cumplidos, llegaba a tierras americanas. Desde entonces su vida ya nunca sería lo mismo, y de alguna manera marcó el destino de toda su descendencia. En el anterior capítulo del relato de su biografía, mi abuelo contaba cómo había conseguido hacerse un hueco en un vapor de la compañía Pinillos para zarpar rumbo a Argentina. Su entrada en el puerto de Santos, en Brasil, le dejó un recuerdo indeleble que narró de forma poética y hermosa.
"El 11 de noviembre de 1911 llegué a América. Toqué tierra en el puerto brasileño de Santos al amanecer, el mismo día en que cumplía 18 años. Entramos por una bahía estrecha rodeada de montañas unidas por un hermoso arco iris. Según nos íbamos acercando, la playa iba ensanchándose, rodeada de casitas de madera en las que vivían habitantes negros vestidos a rayas blancas, azules y rojas. Aquel conjunto fantástico me hacía recordar las lecturas de mi infancia y los paisajes descritos por Salgari en sus novelas. Las montañas eran de un verde intenso y se podía ver a los monos saltando entre los árboles. He visto otros lugares y puertos de los trópicos, pero ninguno como aquel paisaje adormecido por el calor tropical. Los nubarrones en el cielo alternaban con el sol, y sobre la bahía el arco iris parecía un arco triunfal. Aunque he vuelto varias veces a Brasil, nada me ha gustado tanto como Santos, una ciudad bonita que recordaré toda mi vida.
Cuando desembarcamos, me interesé por la vida de los negros y por sus costumbres. Cogí el tranvía, también monté en guagua y por último comí en un restaurante antes de volver a subir al barco. Al pedir la cuenta me llevé un susto pues me pidieron unos cientos de reis. Les dije que era carísimo pues lo que yo había comido no pasaba de una libra esterlina. El camarero se echó a reír y me dijo que yo había confundido los reis con los reales españoles. Me dio el cambio y me embarqué de nuevo. Salimos de Santos rumbo a Río de Janeiro, donde el paisaje también era lindo, con una bahía grande y hermosa, buenas playas y varias islas, pero no me llamó tanto la atención como Santos, siendo Río más bella que ésta.
Vista actual de la Bahía de Santos.
Al día siguiente partimos hacia Montevideo, situada en la desembocadura del Río de la Plata. Bajé a tierra y en la ciudad no vi nada de particular. Es llana, sólo tiene un pequeño cerro. No tenía nada que ver con la grandiosidad de Brasil. La visita fue corta y por la noche el vapor partió para Buenos Aires. Al amanecer entramos en el puerto, un lugar feo, por lo sucio. Tras despedirme de los compañeros de viaje tomé un coche en el que atravesé la ciudad hasta la calle Cabildo, en el barrio de Belgrano, que es donde estaba situada la casa en la que iba a vivir.
La ciudad era muy extensa. Sus calles rectas formaban un inmenso tablero de ajedrez. Algunas de estas calles estaban empedradas, otras muchas tenían como firme tacos de madera y algunas asfaltadas. Las casas, en general, eran bajas y con azoteas. Belgrano es un barrio nuevo y bonito, lleno de hotelitos ajardinados, calles amplias y limpias. La casa de la calle Cabildo también era de planta baja y con azotea. Sus dueños se dedicaban a la venta de artículos de mujer y de adorno. Se llamaba "La lucha" y estaba muy bien surtida.
Desde el día de mi llegada todo cambió para mí. Era un empleado y tenía que someterme a un aprendizaje, a unas costumbres y a un trabajo. El horario que teníamos era de seis de la mañana hasta las diez de la noche, sin cerrar al mediodía. Los domingos y festivos cerrábamos a las dos, quedando de guardia dos empleados de los cinco que éramos. Los trabajadores, que nos llevábamos muy bien, vivíamos y comíamos en la casa. Allí conocí a Fernando García Olmos, a Martín y a Dimasi, que trabajan en la tienda, y al dueño, Don Melchor. Excepto Dimasi, que era argentino hijo de italianos, todos los demás eran españoles.
Fue pasando el tiempo y cada día iba conociendo un poco más del carácter argentino y de la ignorancia que de España tenían, incluso en gran cantidad los mismos españoles. Por el establecimiento pasaron varios paisanos de mi padre, entre ellos uno ya retirado de los negocios, que había sido en España cochero de mi abuelo Pedro. Tenía este hombre una hija muy bonita, que presumía más que una marquesa y que pronto se me "indigestó".
Poco a poco me fui acostumbrando a esta vida y estaba contento. Sin embargo, un buen día el dueño nos dijo que vendía el local pues iba a poner una tienda al por mayor en el centro de la ciudad. Me prometió que tan pronto como pudiera me llevaría con él. Todo esto se lo conté a mis padres por carta. Cuando hacía un año y medio de mi estancia en Buenos Aires, inesperadamente se presentó en "La lucha" un señor preguntando por mí. Era Don Pedro Sevilla, un pariente de mi padre que había recibido una carta de él en la que le proponía la compra de la casa en la que yo estaba trabajando. Me dio la carta para que la leyera y le dije que ya no tenía lugar, porque el negocio ya se había vendido. Don Pedro me recriminó que no le hubiera ido a visitar en todo este tiempo. Al decirle yo que había ido a las señas que de él tenía y que de la casa no encontré ni rastro, él me contestó muy ufano: "preguntando por Don Pedro Sevilla, todo el mundo en Buenos Aires me conoce".
Me invitó a que el domingo siguiente fuera a comer a su casa y así lo hice.
Sevilla era un hombre de negocios. Llevaba varios años por América, habiendo hecho capital primero en México y después en Chile y Argentina. Ya estaba retirado de los negocios y era viudo cuando le conocí. Me presentó a varios de sus hijos e hice gran confianza con Pedro, con Catucha, y con otra de la que no recuerdo el nombre. Pedro era de mi edad, Catucha unos años mayor y la otra era menor. Todos eran muy simpáticos y me acogieron muy bien. Con mi actitud vieron que yo no era un emigrante aventurero, sino que contaba con una familia pudiente dispuesta a soltarme dinero para comprar un negocio.
En este tiempo yo iba casi todos los domingos a su casa, y fui conociendo el carácter y el modo de ser de este pariente lejano. Era un hombre muy suyo, poco entrañable para sus hijos. Pensaba que éstos debían adquirir fortuna como él lo había hecho y por ello tenía a Pedro trabajando en una ferretería sin dejarle divertirse los días libres. Hacía lo mismo con los otros hijos, así que el ambiente familiar era falto de cariño, a la vez que chocaba el modo de pensar entre el viejo español y los nuevos hijos argentinos.
Imagen de Valencia en la revista Blanco y Negro de principios del siglo XX
En casa del señor Sevilla conocí a varios españoles que denigraban a España, sobre todo por no conocerla y por haber encontrado en América medios de vida para ellos y sus deseos, hasta entonces desconocidos. Se armaban grandes discusiones y en vista de su ignorancia y las equivocaciones que contaban a sus hijos, me hice un defensor de mi patria. Para sacarles del error escribí a España y me hice con postales, revistas y un porfolio fotográfico que se publicaba semanalmente en las revistas "Blanco y negro" y "La esfera". En mis visitas a casa de Sevilla procuraba sacar la conversación y de esa forma enseñaba lo recibido. Comparaba los edificios y paisajes españoles con los argentinos, y así les fui convenciendo de que España no se componía de pueblos sin cosas que ver ni gente ignorante. Les dejaba en duda, y a veces tenía éxito. A los más cabezudos les tuve que decir que nacidos en la aldea, sin salir de ella hasta el día que embarcaron para América, viviendo en alguna finca de gañanes o pastores, no podían conocer más que el campo, bajando como mucho al pueblo vecino el día de la patrona. Así que embarcaron como borregos, llegaron a América y no pudieron contar nada de España pues todo lo ignoraban. Les aconsejé- puesto que la mayoría tenía dinero- viajar a España y que a la vuelta me dijeran con franqueza qué les parecía"... (continuará)
"El 11 de noviembre de 1911 llegué a América. Toqué tierra en el puerto brasileño de Santos al amanecer, el mismo día en que cumplía 18 años. Entramos por una bahía estrecha rodeada de montañas unidas por un hermoso arco iris. Según nos íbamos acercando, la playa iba ensanchándose, rodeada de casitas de madera en las que vivían habitantes negros vestidos a rayas blancas, azules y rojas. Aquel conjunto fantástico me hacía recordar las lecturas de mi infancia y los paisajes descritos por Salgari en sus novelas. Las montañas eran de un verde intenso y se podía ver a los monos saltando entre los árboles. He visto otros lugares y puertos de los trópicos, pero ninguno como aquel paisaje adormecido por el calor tropical. Los nubarrones en el cielo alternaban con el sol, y sobre la bahía el arco iris parecía un arco triunfal. Aunque he vuelto varias veces a Brasil, nada me ha gustado tanto como Santos, una ciudad bonita que recordaré toda mi vida.
Cuando desembarcamos, me interesé por la vida de los negros y por sus costumbres. Cogí el tranvía, también monté en guagua y por último comí en un restaurante antes de volver a subir al barco. Al pedir la cuenta me llevé un susto pues me pidieron unos cientos de reis. Les dije que era carísimo pues lo que yo había comido no pasaba de una libra esterlina. El camarero se echó a reír y me dijo que yo había confundido los reis con los reales españoles. Me dio el cambio y me embarqué de nuevo. Salimos de Santos rumbo a Río de Janeiro, donde el paisaje también era lindo, con una bahía grande y hermosa, buenas playas y varias islas, pero no me llamó tanto la atención como Santos, siendo Río más bella que ésta.
Vista actual de la Bahía de Santos.
Al día siguiente partimos hacia Montevideo, situada en la desembocadura del Río de la Plata. Bajé a tierra y en la ciudad no vi nada de particular. Es llana, sólo tiene un pequeño cerro. No tenía nada que ver con la grandiosidad de Brasil. La visita fue corta y por la noche el vapor partió para Buenos Aires. Al amanecer entramos en el puerto, un lugar feo, por lo sucio. Tras despedirme de los compañeros de viaje tomé un coche en el que atravesé la ciudad hasta la calle Cabildo, en el barrio de Belgrano, que es donde estaba situada la casa en la que iba a vivir.
La ciudad era muy extensa. Sus calles rectas formaban un inmenso tablero de ajedrez. Algunas de estas calles estaban empedradas, otras muchas tenían como firme tacos de madera y algunas asfaltadas. Las casas, en general, eran bajas y con azoteas. Belgrano es un barrio nuevo y bonito, lleno de hotelitos ajardinados, calles amplias y limpias. La casa de la calle Cabildo también era de planta baja y con azotea. Sus dueños se dedicaban a la venta de artículos de mujer y de adorno. Se llamaba "La lucha" y estaba muy bien surtida.
Desde el día de mi llegada todo cambió para mí. Era un empleado y tenía que someterme a un aprendizaje, a unas costumbres y a un trabajo. El horario que teníamos era de seis de la mañana hasta las diez de la noche, sin cerrar al mediodía. Los domingos y festivos cerrábamos a las dos, quedando de guardia dos empleados de los cinco que éramos. Los trabajadores, que nos llevábamos muy bien, vivíamos y comíamos en la casa. Allí conocí a Fernando García Olmos, a Martín y a Dimasi, que trabajan en la tienda, y al dueño, Don Melchor. Excepto Dimasi, que era argentino hijo de italianos, todos los demás eran españoles.
Fue pasando el tiempo y cada día iba conociendo un poco más del carácter argentino y de la ignorancia que de España tenían, incluso en gran cantidad los mismos españoles. Por el establecimiento pasaron varios paisanos de mi padre, entre ellos uno ya retirado de los negocios, que había sido en España cochero de mi abuelo Pedro. Tenía este hombre una hija muy bonita, que presumía más que una marquesa y que pronto se me "indigestó".
Poco a poco me fui acostumbrando a esta vida y estaba contento. Sin embargo, un buen día el dueño nos dijo que vendía el local pues iba a poner una tienda al por mayor en el centro de la ciudad. Me prometió que tan pronto como pudiera me llevaría con él. Todo esto se lo conté a mis padres por carta. Cuando hacía un año y medio de mi estancia en Buenos Aires, inesperadamente se presentó en "La lucha" un señor preguntando por mí. Era Don Pedro Sevilla, un pariente de mi padre que había recibido una carta de él en la que le proponía la compra de la casa en la que yo estaba trabajando. Me dio la carta para que la leyera y le dije que ya no tenía lugar, porque el negocio ya se había vendido. Don Pedro me recriminó que no le hubiera ido a visitar en todo este tiempo. Al decirle yo que había ido a las señas que de él tenía y que de la casa no encontré ni rastro, él me contestó muy ufano: "preguntando por Don Pedro Sevilla, todo el mundo en Buenos Aires me conoce".
Me invitó a que el domingo siguiente fuera a comer a su casa y así lo hice.
Sevilla era un hombre de negocios. Llevaba varios años por América, habiendo hecho capital primero en México y después en Chile y Argentina. Ya estaba retirado de los negocios y era viudo cuando le conocí. Me presentó a varios de sus hijos e hice gran confianza con Pedro, con Catucha, y con otra de la que no recuerdo el nombre. Pedro era de mi edad, Catucha unos años mayor y la otra era menor. Todos eran muy simpáticos y me acogieron muy bien. Con mi actitud vieron que yo no era un emigrante aventurero, sino que contaba con una familia pudiente dispuesta a soltarme dinero para comprar un negocio.
En este tiempo yo iba casi todos los domingos a su casa, y fui conociendo el carácter y el modo de ser de este pariente lejano. Era un hombre muy suyo, poco entrañable para sus hijos. Pensaba que éstos debían adquirir fortuna como él lo había hecho y por ello tenía a Pedro trabajando en una ferretería sin dejarle divertirse los días libres. Hacía lo mismo con los otros hijos, así que el ambiente familiar era falto de cariño, a la vez que chocaba el modo de pensar entre el viejo español y los nuevos hijos argentinos.
Imagen de Valencia en la revista Blanco y Negro de principios del siglo XX
En casa del señor Sevilla conocí a varios españoles que denigraban a España, sobre todo por no conocerla y por haber encontrado en América medios de vida para ellos y sus deseos, hasta entonces desconocidos. Se armaban grandes discusiones y en vista de su ignorancia y las equivocaciones que contaban a sus hijos, me hice un defensor de mi patria. Para sacarles del error escribí a España y me hice con postales, revistas y un porfolio fotográfico que se publicaba semanalmente en las revistas "Blanco y negro" y "La esfera". En mis visitas a casa de Sevilla procuraba sacar la conversación y de esa forma enseñaba lo recibido. Comparaba los edificios y paisajes españoles con los argentinos, y así les fui convenciendo de que España no se componía de pueblos sin cosas que ver ni gente ignorante. Les dejaba en duda, y a veces tenía éxito. A los más cabezudos les tuve que decir que nacidos en la aldea, sin salir de ella hasta el día que embarcaron para América, viviendo en alguna finca de gañanes o pastores, no podían conocer más que el campo, bajando como mucho al pueblo vecino el día de la patrona. Así que embarcaron como borregos, llegaron a América y no pudieron contar nada de España pues todo lo ignoraban. Les aconsejé- puesto que la mayoría tenía dinero- viajar a España y que a la vuelta me dijeran con franqueza qué les parecía"... (continuará)
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ResponderEliminarMe resulta muy interesante la historia de tu abuelo, pues es la historia de mi familia. Soy bisnieto de Victoriano Martínez, el tío de tu abuelo que vino de Argentina a principios del siglo XX. Que yo recuerde, Victoriano tuvo 7 hijos: Pedro, Emeteria, Rosario, Victoriano, Teresa, Ängel y Julio Martínez Culler. Rosario era mi abuela materna, que a su vez tuvo 5 hijos: Mª Carmen, Victoriano, Charo, Teresa y Maruja (Mª Rita) Rodríguez Martínez. Yo soy hijo de Charo. Recuerdo los veranos en la finca LA MOHEDA, en los años sesenta, las fiestas de Espinoso, etc. Saludos cordiales. Emilio del Valle Rodríguez.
ResponderEliminarEmilio... Han pasado casi tres años desde que escribiste este mensaje. Fui madre y dejé el blog, pero lo retomaré porque entre otras cosas una se encuentra sorpresas tan bonitas como ésta. Muchísimas gracias por escribir, me hizo una ilusión tremenda entrar en contacto directo con un familiar de la rama argentina. ¡¡¡Un abrazo enorme y cariñoso, con tres años de retraso!!!
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